martes, 1 de febrero de 2011

"El paso de la laguna Estigia". Joachim Patinir - Museo Del Prado


Aunque sabemos que el fenómeno del Renacimiento es esencialmente italiano, su difusión por el resto de Europa se producirá con rapidez sobre a partir del S. XVI. Varios factores contribuyen a ello: la aparición de la imprenta y con ello la divulgación de grabados; los viajes a Italia de los artistas europeos; la contratación de artistas europeos en las cortes italianas, como ocurre en la corte de Federico Montefeltro en Urbino donde junto a varios pintores italianos trabajan asimismo Pedro Berruguete o Justo de Gante; también el fenómeno contrario, la contratación de artistas italianos en las cortes europeas, como ocurre con Leonardo afincado al final de su vida en la Corte de Francisco I de Francia, o del propio Tiziano en España; y por último, la importación generalizada de obras italianas, lo que también contribuiría a su difusión.

En pintura la influencia italiana se combina muchas veces con la secuela dejada por la pintura flamenca desde el S. XV, si bien el llamado Renacimiento flamenco no resulta exactamente un fenómeno homologable al italiano. Carece de su fundamento teórico y se halla en cierto modo desligado del modelo cultural clásico, por lo que más bien se trata de un movimiento todavía medieval en muchos aspectos, pero que abre nuevas perspectivas técnicas gracias sobre todo al empleo del óleo. Por ello, en la mayoría de los países europeos se van aceptando nuevos formalismos pictóricos procedentes de Italia, pero sobre técnicas de tradición flamenca y bajo temáticas que siguen fieles muchas veces a motivos góticos.

En los Países Bajos es lógicamente donde más notable permanece la tradición flamenca, que no obstante se ve afectada por la ruptura política que supone la división entre las provincias del sur, católicas, y las del norte convertidas al protestantismo. Son numerosos los artistas que una vez más desde los Países Bajos, renuevan la estética del momento, a veces desde posturas tremendamente singulares como ocurre con el Bosco; con un toque popular y sarcástico en Peter Brueghel; a través del detallismo realista en Quentin Metsys; y con una visión del paisaje totalmente nueva en el caso que nos ocupa, Joachim Patinir.

Se trata de un pintor poco conocido y de escasa obra conservada, pero sin duda uno de los más sobresalientes de todo este periodo, y tal vez el que mejor conserva la herencia de los Primitivos flamencos en cuanto al tratamiento luminoso y cristalino de la luz y del color.

Patinir pasa por ser el renovador de la pintura de paisaje, incluso es para muchos el iniciador de este nuevo género, que años más tarde cobrará vida por sí mismo sin necesidad de añadir una temática figurativa al entorno de la naturaleza. Para Patinir el paisaje es el protagonista de sus cuadros, dejando relegados a un segundo plano iconográfico, personajes o temáticas, en la línea de lo que ocurrirá años más tarde en la obra de Poussin o en lo que ocurre también casi coetáneamente en alguna obra de Giorgione (La tempestad. 1505).

Patinir ya no utiliza la naturaleza como un “telón de fondo” de las escenas representadas, ni como un simple recurso de perspectiva (tan utilizados por los Primitivos flamencos). No, Patinir le otorga un protagonismo tanto desde el punto de vista iconográfico como desde el formal, porque aporta una nueva concepción pictórica del mismo: en primer lugar empleando un punto de vista más alto de lo habitual, que amplía la visión que del paisaje cobra el espectador; en segundo lugar, los planos de horizonte se delimitan claramente por medio de líneas rectas y claras; los colores son nítidos, con un predominio de los tonos fríos donde destacan sus azules primorosos aclarados con abundante mezcla de blancos, lo cual añade a sus obras una halo de misterio, de quietud silenciosa e inquietante, que esconde siempre un toque de misterio. Todo ello no impide que sus figuras conserven el canon y la monumentalidad de la tradición flamenca, y aunque en sus obras no se anteponen al paisaje sino que se integran en él, reclaman su presencia en el lienzo.

Probablemente, la obra en la que esta imposición del paisaje resulta más abrumadora para el espectador, y su aire de misterio más evidente, y su quietud y estatismo más turbadores, sea el que hemos elegido, uno de los dos que guarda el Museo del Pardo de este pintor.

“El paso de la laguna Estigia”, recoge este tema mitológico, que no es sino un símbolo del tránsito hacia la otra vida, de ahí que la Barca de Caronte atraviese la Laguna dejando a su derecha el mundo de los Bienaventurados, y a la izquierda el de los pecadores, simbolizado por los resplandores de un fuego infernal y al mismo tiempo guardado por el Cancerbero, lo que mezcla de una forma un tanto curiosa elementos de la mitología clásica con otros de la tradición cristiana.

Aunque en este cuadro más que en ningún otro, el elemento figurativo es lo de menos. La enorme maestría de Patinir es trasladarnos a nosotros que lo miramos, toda la incertidumbre y la soledad que nos produce el trance de la muerte, a través de esta imagen llena de expectación y de impaciencia, donde todo es quietud y silencio, y donde a la vez todo es puro y cristalino, invadido por esa luz plena y clara, transparente como el agua de la laguna, que nos atrapa de tal manera que no podemos quitar la vista de ella.


Escrito por Ignacio Martínez Buenaga (CREHA)

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